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PAPEL DE SALAMANDRA
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25042011
PAPEL DE SALAMANDRA
Nos conocimos en una escuela. Allí coincidíamos vos, con tus horas de Lengua y Literatura, yo, con mis clases de Dibujo. Vos soñabas con ver alguna vez tus cuentos publicados, yo llevaba en bandolera mi vida de bohemio; París entre mis proyectos y aceptaba las horas del colegio hasta que pasara la malaria; ambos teníamos una familia, intereses diferentes. Un día me preguntaste si podías tomar clases particulares de pintura en el Taller que yo había organizado en el salón Parroquial, como un ingreso más a mi flaco presupuesto. La tarde que charlamos sobre esto tenías puesto un sombrero azul de paño que le asentaba una cachetada al pueblo convencional y casi de campo en el que dábamos clases.
Acababas de llegar de una ciudad del sur, te mostrabas segura, algo altanera, desprejuiciada, con ese estilo que aquí, mucho no pegaba. Cuando me tuteaste no sé si me dio algo de vergüenza o te quise lastimar, así que te contesté secamente: “ Como no, la espero, señora”.
Las pocas veces que coincidíamos en la sala de profesores, yo conversaba en voz demasiado alta con nuestros compañeros, vos, mirabas por las ventanas, abstraída o leías indiferente a mi alboroto. Me gustaba tu pelo, tu estilo, tus manos sobre el libro aquel que yo no me atrevía a preguntarte cual era.
Comenzaste a asistir a mis clases en el Taller pero yo no me interesaba en lo que pintabas y adrede, te aislaba. Un día, juntaste tus trabajos y sin ruido, cerraste firme la puerta y te fuiste de esas clases tediosas en las que yo te ignoraba.
En los días que siguieron el Taller me parecía vacío, se alargaba la tarde sin tu presencia, extrañaba tus ojos, tu pelo, tu voz… Con asombro y casi espantado descubrí que, casado y al borde de los cuarenta, estaba enamorado de la señora del sombrero equivocado para ese pueblo convencional y chato.
Con el pensamiento te dibujaba entre la bruma, camino a la estación, parada entre los árboles deshojados, que como espantajos contorneaban la noche: dibujaba tu sonrisa en los pizarrones, en los pupitres, en los márgenes de las hojas, en el campanario de la iglesia y en los paredones del pueblo.
Tu nombre me dejaba un gusto agridulce en la boca y lo saltaba en la rayuela dibujada por mis hijos en la vereda, al llegar de noche a casa. Y no sé por qué siempre que charlábamos anteponía el “usted”, como una barrera infranqueable y tonta entre los dos… Una tarde de lluvia coincidimos en la puerta de la escuela, yo mojado hasta los huesos y más mojado aún porque al sacudir tu paraguas me empapaste más todavía. Y otra vez mi agresión constante, poniendo distancia de vejete enamorado, sólo pude decir: “Perdón, señora”. Tu respuesta fue rápida como el viento, como ese viento que jugó con vos en la infancia: “¿Por qué no te ahorcás con tu bufanda azul?”. Tus ojos echaban chispas, estabas furiosa y empezaste a caminar. Te alcancé y apreté fuerte el brazo. Te miré… suspendidos los corazones en un hilo, en silencio sostuvimos ambos nuestras miradas, la respiración anhelante, estampida de gorriones alcanzando el campanario, y supe… Por fin, supe que vos también me amabas!
Nos echamos a reír. Nuestra risa resonaba en el helado pasillo, llamando a curiosos y vecinos, de esos que para descubrir el amor prohibido no faltan! Fuimos a partir de allí inseparables compinches, de la NADA de pronto TODO, sin palabras, sin explicaciones que no hacían falta…
El amor nos sorprendía y no sabíamos que lugar darle; visitante que llega de improviso no tenía silla donde sentarse.
Leíamos los mismos libros y las palabras subrayadas fueron cartas… Y luego vinieron las cartas de verdad, único medio de comunicación, porque vos eras una señora y yo un mojigato que no nos atrevíamos a más, habitantes de un pueblo chato. “Sabe señora, ayer mi hija egresó de 7mo grado. La fiesta estuvo hermosa”, era el tímido texto de este pobre enamorado. “Querido Profesor: ayer lo extrañé. Viajo al sur. Lo recordaré”, más osada escribías vos.
Eramos émulos de Simone y de Sartre, de Josefina y Napoleón, pero casi no hablábamos de amor. El amor bailoteaba entre nosotros, en la sala de profesores, en las reuniones de personal; nuestras miradas quedaban enlazadas buceando en el interior del otro. Eramos entre muchos, vos y yo… Y nuestra risa saltando los paredones, enfermos de adolescencia tardía…
En ese invierno tan gris yo pintaba en mis telas ramilletes de fresias y de anémonas desbocando la primavera que me invadía. Vos escribías cuentos locos, borracha de risa. Ambos dibujábamos paisajes inexistentes que habitaríamos cuando fuéramos viejos.
Siempre decíamos “después”, ninguno de los dos se atrevía a decir “ahora”, porque la palabra nos clavaba espinas. Me dejabas entre las manos una flor desecada, una tiza azul para que te dibujara una luna y el tenue resplandor de tu pelo que mis manos deseaban acariciar. Y corríamos como chicos a dar clase, descubriendo los pasos del otro en los pasillos, tratando de coincidir en el mismo colectivo, tratando de rozarnos en el apretujón de la gente, de respirarnos, sin hablar…El taller de mi casa era mi refugio, mi torreón, mi guarida: allí te leía, tu presencia era tangible a través de la música que los dos nos gustaba y me embriagaba de vos, aislado del resto de la casa. De lejos me llegaban los pedidos, las demandas. No existía nada sin vos, pero a vos tampoco te tenía. Me debatía entre presiones, culpas, cómo tenerte sin lastimar a nadie, a los “demandantes” como vos los llamabas. Eterno egoísta quería tener mi jardín y el tuyo también!
Vos, en tus cartas, también hablabas de culpas, de tus miedos, perder la cabeza por este amor a destiempo, de perder el respeto y el amor de tus hijos, de lastimar y descuidar su propia adolescencia.
¿Cómo fabricar un pueblo, un lugar inexistente, irnos y olvidar a los que debíamos ayudar a crecer? No sé quién se serenó primero. No sé quién se olvidó de adivinar al otro. No sé quién dejó de subrayar frases en los libros y en las reuniones de personal dejaba volar libre la mirada, pegándola sobre el retrato de Sarmiento.
Los duendes se aquietaron e hicieron silencio,
Si sé que pasaron varios inviernos y varios veranos con la sombra de tu sonrisa acodada en mi alma. Dejamos de pintar paisajes que no existían, comenzaste a escribir cuentos cuerdos, cartas sin frases de amor. Organicé varias exposiciones y te busqué inútilmente entre los asistentes. Negándonos la existencia del otro, adrede dejábamos pasar el colectivo de las 18,40 y muertos de risa nos sorprendíamos en el siguiente o en un vacío vagón de tren, aceptando con resignación que éramos vos y yo para NUNCA, sin esperanzas, quizá por cobardes, por convencionales, por ser habitantes de un pueblo que no admite los estruendos que producen los escándalos amorosos.
De a poco fui dejando este traje de adolescente que me quedó siempre grande. A veces me sentí sereno ante este agujero permanente en mi alma y que me quedó para siempre. Quizá llegaste demasiado temprano, o tal vez demasiado tarde.
No escucho el rezongo de mi mujer, que se queja de que el dinero no alcanza; me aburro calcando para mi hijo un mapa de América del Sur y en el margen le garrapateo soles y te pienso lejana, dolida , pero quizás más serena; tus hijos siguen siendo tu precioso jardín.
Te espero en la puerta de la escuela; detrás de mí adiviné tus pasos, adiviné tu olor, adiviné el viento de tu alma, yo, que jamás te besé en la boca. Me sonreís entre lágrimas ¿O es la lluvia otra vez…? Me siguen gustando tus ojos, zapatean los viejos duendes en mi corazón y por milésima vez compruebo que serás ésa que siempre fuiste, que no me fallaste jamás, que no habrá otra en tu lugar. Vos que no fuiste ni mi novia, ni mi mujer, ni mi amante, pero que llenaste mi vida todos estos años.
Me dejás entre las manos una carta que dice: “Querido Profesor: colgué su última carta en el limonero de mi casa. Desde allí perfumará para siempre nuestro amor. Conseguí ese trabajo que quería en el sur. Allí en mi lugar, con mi viento y mi sol, tendré paz. Cuando pase el tiempo le escribiré. No necesito decirle cuánto lo amo” Carolina.
En mi taller lloro las lágrimas que jamás lloré por vos, a las que llamabas con ironía “lágrimas de papel”. De pronto se me ocurre que debo abrir una puerta que comunique este lugar de soledad, de amores, de lágrimas, con el resto de la casa…Tu carta, tu última carta, convertida en papel de salamandra en este frío invierno… Amor, amor sin esperanza, amor sin piel, amor sin escándalos, papel de salamandra…
Contemplo a mis hijos dormidos, cuánta paz hay en sus caras…Mi mujer no calla, que la crisis, que el precio de las papas… La noche es azul, mi tristeza es azul, azules tus últimas palabras, mi vacío es azul… Vos que no fuiste ni mi novia, ni mi mujer, ni mi amante, ¿Qué fuiste…? La paz de mi casa me responde: “papel que alimenta la salamandra”; mi corazón en cambio me dice que fuiste un sol grandote y naranja, el amor que me asustó y paralizó, amor a destiempo…Sigo llevando como puedo mi vida de bohemio, ya no sueño con el viaje a París, quizá haga en un tour organizado a Holanda. Ya no pinto fresias ni anémonas, pinto en azul y no expongo tanto. Sumo horas y más horas en los colegios y continúo corriendo trenes y colectivos, persiguiendo esa sombra que ya no alcanzo… Me hacés falta papel de salamandra… ¿Qué leés? ¿Qué escribís? ¿Qué soñás o dejaste de soñar como yo? Ya no existen las rayuelas pintadas en la vereda de mi casa.
Sobre el escritorio hay una carta, matasellos del sur, me tiemblan las manos, gorriones impacientes desgarran el sobre y aletean sobre la carta:
El Bolsón (Río Negro) 31 de mayo de 1993
Profesor Marcos Alvarado:
Este Estudio Jurídico lamenta comunicarle el fallecimiento de la Prof. Carolina Conte.
Por cuerda separada se le remiten a Ud., un manuscrito escrito entre 1989-1992, titulado: “Cartas a un mojigato” y varios cuadros con motivos florales que llevan su firma y que por pedido de nuestra cliente deberían ser enviados a su nombre y dirección.
Atentamente
Estudio Jurídico
Cabrera y Simone , Asociados
Acababas de llegar de una ciudad del sur, te mostrabas segura, algo altanera, desprejuiciada, con ese estilo que aquí, mucho no pegaba. Cuando me tuteaste no sé si me dio algo de vergüenza o te quise lastimar, así que te contesté secamente: “ Como no, la espero, señora”.
Las pocas veces que coincidíamos en la sala de profesores, yo conversaba en voz demasiado alta con nuestros compañeros, vos, mirabas por las ventanas, abstraída o leías indiferente a mi alboroto. Me gustaba tu pelo, tu estilo, tus manos sobre el libro aquel que yo no me atrevía a preguntarte cual era.
Comenzaste a asistir a mis clases en el Taller pero yo no me interesaba en lo que pintabas y adrede, te aislaba. Un día, juntaste tus trabajos y sin ruido, cerraste firme la puerta y te fuiste de esas clases tediosas en las que yo te ignoraba.
En los días que siguieron el Taller me parecía vacío, se alargaba la tarde sin tu presencia, extrañaba tus ojos, tu pelo, tu voz… Con asombro y casi espantado descubrí que, casado y al borde de los cuarenta, estaba enamorado de la señora del sombrero equivocado para ese pueblo convencional y chato.
Con el pensamiento te dibujaba entre la bruma, camino a la estación, parada entre los árboles deshojados, que como espantajos contorneaban la noche: dibujaba tu sonrisa en los pizarrones, en los pupitres, en los márgenes de las hojas, en el campanario de la iglesia y en los paredones del pueblo.
Tu nombre me dejaba un gusto agridulce en la boca y lo saltaba en la rayuela dibujada por mis hijos en la vereda, al llegar de noche a casa. Y no sé por qué siempre que charlábamos anteponía el “usted”, como una barrera infranqueable y tonta entre los dos… Una tarde de lluvia coincidimos en la puerta de la escuela, yo mojado hasta los huesos y más mojado aún porque al sacudir tu paraguas me empapaste más todavía. Y otra vez mi agresión constante, poniendo distancia de vejete enamorado, sólo pude decir: “Perdón, señora”. Tu respuesta fue rápida como el viento, como ese viento que jugó con vos en la infancia: “¿Por qué no te ahorcás con tu bufanda azul?”. Tus ojos echaban chispas, estabas furiosa y empezaste a caminar. Te alcancé y apreté fuerte el brazo. Te miré… suspendidos los corazones en un hilo, en silencio sostuvimos ambos nuestras miradas, la respiración anhelante, estampida de gorriones alcanzando el campanario, y supe… Por fin, supe que vos también me amabas!
Nos echamos a reír. Nuestra risa resonaba en el helado pasillo, llamando a curiosos y vecinos, de esos que para descubrir el amor prohibido no faltan! Fuimos a partir de allí inseparables compinches, de la NADA de pronto TODO, sin palabras, sin explicaciones que no hacían falta…
El amor nos sorprendía y no sabíamos que lugar darle; visitante que llega de improviso no tenía silla donde sentarse.
Leíamos los mismos libros y las palabras subrayadas fueron cartas… Y luego vinieron las cartas de verdad, único medio de comunicación, porque vos eras una señora y yo un mojigato que no nos atrevíamos a más, habitantes de un pueblo chato. “Sabe señora, ayer mi hija egresó de 7mo grado. La fiesta estuvo hermosa”, era el tímido texto de este pobre enamorado. “Querido Profesor: ayer lo extrañé. Viajo al sur. Lo recordaré”, más osada escribías vos.
Eramos émulos de Simone y de Sartre, de Josefina y Napoleón, pero casi no hablábamos de amor. El amor bailoteaba entre nosotros, en la sala de profesores, en las reuniones de personal; nuestras miradas quedaban enlazadas buceando en el interior del otro. Eramos entre muchos, vos y yo… Y nuestra risa saltando los paredones, enfermos de adolescencia tardía…
En ese invierno tan gris yo pintaba en mis telas ramilletes de fresias y de anémonas desbocando la primavera que me invadía. Vos escribías cuentos locos, borracha de risa. Ambos dibujábamos paisajes inexistentes que habitaríamos cuando fuéramos viejos.
Siempre decíamos “después”, ninguno de los dos se atrevía a decir “ahora”, porque la palabra nos clavaba espinas. Me dejabas entre las manos una flor desecada, una tiza azul para que te dibujara una luna y el tenue resplandor de tu pelo que mis manos deseaban acariciar. Y corríamos como chicos a dar clase, descubriendo los pasos del otro en los pasillos, tratando de coincidir en el mismo colectivo, tratando de rozarnos en el apretujón de la gente, de respirarnos, sin hablar…El taller de mi casa era mi refugio, mi torreón, mi guarida: allí te leía, tu presencia era tangible a través de la música que los dos nos gustaba y me embriagaba de vos, aislado del resto de la casa. De lejos me llegaban los pedidos, las demandas. No existía nada sin vos, pero a vos tampoco te tenía. Me debatía entre presiones, culpas, cómo tenerte sin lastimar a nadie, a los “demandantes” como vos los llamabas. Eterno egoísta quería tener mi jardín y el tuyo también!
Vos, en tus cartas, también hablabas de culpas, de tus miedos, perder la cabeza por este amor a destiempo, de perder el respeto y el amor de tus hijos, de lastimar y descuidar su propia adolescencia.
¿Cómo fabricar un pueblo, un lugar inexistente, irnos y olvidar a los que debíamos ayudar a crecer? No sé quién se serenó primero. No sé quién se olvidó de adivinar al otro. No sé quién dejó de subrayar frases en los libros y en las reuniones de personal dejaba volar libre la mirada, pegándola sobre el retrato de Sarmiento.
Los duendes se aquietaron e hicieron silencio,
Si sé que pasaron varios inviernos y varios veranos con la sombra de tu sonrisa acodada en mi alma. Dejamos de pintar paisajes que no existían, comenzaste a escribir cuentos cuerdos, cartas sin frases de amor. Organicé varias exposiciones y te busqué inútilmente entre los asistentes. Negándonos la existencia del otro, adrede dejábamos pasar el colectivo de las 18,40 y muertos de risa nos sorprendíamos en el siguiente o en un vacío vagón de tren, aceptando con resignación que éramos vos y yo para NUNCA, sin esperanzas, quizá por cobardes, por convencionales, por ser habitantes de un pueblo que no admite los estruendos que producen los escándalos amorosos.
De a poco fui dejando este traje de adolescente que me quedó siempre grande. A veces me sentí sereno ante este agujero permanente en mi alma y que me quedó para siempre. Quizá llegaste demasiado temprano, o tal vez demasiado tarde.
No escucho el rezongo de mi mujer, que se queja de que el dinero no alcanza; me aburro calcando para mi hijo un mapa de América del Sur y en el margen le garrapateo soles y te pienso lejana, dolida , pero quizás más serena; tus hijos siguen siendo tu precioso jardín.
Te espero en la puerta de la escuela; detrás de mí adiviné tus pasos, adiviné tu olor, adiviné el viento de tu alma, yo, que jamás te besé en la boca. Me sonreís entre lágrimas ¿O es la lluvia otra vez…? Me siguen gustando tus ojos, zapatean los viejos duendes en mi corazón y por milésima vez compruebo que serás ésa que siempre fuiste, que no me fallaste jamás, que no habrá otra en tu lugar. Vos que no fuiste ni mi novia, ni mi mujer, ni mi amante, pero que llenaste mi vida todos estos años.
Me dejás entre las manos una carta que dice: “Querido Profesor: colgué su última carta en el limonero de mi casa. Desde allí perfumará para siempre nuestro amor. Conseguí ese trabajo que quería en el sur. Allí en mi lugar, con mi viento y mi sol, tendré paz. Cuando pase el tiempo le escribiré. No necesito decirle cuánto lo amo” Carolina.
En mi taller lloro las lágrimas que jamás lloré por vos, a las que llamabas con ironía “lágrimas de papel”. De pronto se me ocurre que debo abrir una puerta que comunique este lugar de soledad, de amores, de lágrimas, con el resto de la casa…Tu carta, tu última carta, convertida en papel de salamandra en este frío invierno… Amor, amor sin esperanza, amor sin piel, amor sin escándalos, papel de salamandra…
Contemplo a mis hijos dormidos, cuánta paz hay en sus caras…Mi mujer no calla, que la crisis, que el precio de las papas… La noche es azul, mi tristeza es azul, azules tus últimas palabras, mi vacío es azul… Vos que no fuiste ni mi novia, ni mi mujer, ni mi amante, ¿Qué fuiste…? La paz de mi casa me responde: “papel que alimenta la salamandra”; mi corazón en cambio me dice que fuiste un sol grandote y naranja, el amor que me asustó y paralizó, amor a destiempo…Sigo llevando como puedo mi vida de bohemio, ya no sueño con el viaje a París, quizá haga en un tour organizado a Holanda. Ya no pinto fresias ni anémonas, pinto en azul y no expongo tanto. Sumo horas y más horas en los colegios y continúo corriendo trenes y colectivos, persiguiendo esa sombra que ya no alcanzo… Me hacés falta papel de salamandra… ¿Qué leés? ¿Qué escribís? ¿Qué soñás o dejaste de soñar como yo? Ya no existen las rayuelas pintadas en la vereda de mi casa.
Sobre el escritorio hay una carta, matasellos del sur, me tiemblan las manos, gorriones impacientes desgarran el sobre y aletean sobre la carta:
El Bolsón (Río Negro) 31 de mayo de 1993
Profesor Marcos Alvarado:
Este Estudio Jurídico lamenta comunicarle el fallecimiento de la Prof. Carolina Conte.
Por cuerda separada se le remiten a Ud., un manuscrito escrito entre 1989-1992, titulado: “Cartas a un mojigato” y varios cuadros con motivos florales que llevan su firma y que por pedido de nuestra cliente deberían ser enviados a su nombre y dirección.
Atentamente
Estudio Jurídico
Cabrera y Simone , Asociados
Cris- Moderadores
- Mensajes : 2393
Fecha de inscripción : 03/04/2011
Edad : 76
PAPEL DE SALAMANDRA :: Comentarios
Brillante y excelente, hasta me animo a decir, que si en vez de prosa fueran versos estaría a la altura de Bourdelaire.
Le diste un final trágico y romántico de aquellos que quieren y no pueden...¿cuantos casos parecidos habrá!
Le diste un final trágico y romántico de aquellos que quieren y no pueden...¿cuantos casos parecidos habrá!
HERMOSO, Cris.
Has logrado, tal como dice Silu, definir a los que quieren pero "no pueden" o no se animan...
A los que eligen "olvidarse" del amor, en nombre de los hijos...
Descripciòn muy clara de las emociones y sentimientos.
Podrìa ser una hermosa pelìcula.
Realmente muy logrado, Cris...
Has logrado, tal como dice Silu, definir a los que quieren pero "no pueden" o no se animan...
A los que eligen "olvidarse" del amor, en nombre de los hijos...
Descripciòn muy clara de las emociones y sentimientos.
Podrìa ser una hermosa pelìcula.
Realmente muy logrado, Cris...
¡Qué puedo decir que ya no lo hayan dicho Silu y Graciela!, realmente conmovedor y si bien pude vislumbrar el final cuando llegué a la parte de la carta, siempre quiero que las historias de amor tengan un final feliz, pero este caso,-como muchos de la vida real-, era muy complicado, tanto por el prurito de los protagonistas como porque el desear un final feliz implicaría el dolor de otros.
Hermosa historia Cris, gracias por compartirla.
Hermosa historia Cris, gracias por compartirla.
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