Palabras cruzadas y sodokus dividen a la humanidad en dos grandes grupos: quienes son indiferentes a sus encantos y quienes sentimos compulsión a resolverlos. Cuando veo a alguien en el subte o en la mesa de un bar entregado a un enigma lógico, batalla naval o claringrilla, siento que pertenecemos a una misteriosa hermandad.
Quizás nada despierta mayor obsesión que el sudoko; se siente una emoción estética al ver el modo como van apareciendo los números escondidos. El sudoko es una pequeña historia, acechada, como toda historia, por los caminos posibles, hasta encontrar el sendero hacia la solución única, el destino que estaba cifrado desde el principio.
Las palabras cruzadas tienen su historia, pero también su lugar en la Historia. Arthur Wynne, un inglés nacionalizado norteamericano, las inventó en 1913 en ls páginas del periódico New York World. Pero nunca ocuparon un lugar de mayor importancia como durante la Segunda Guerra Mundial. A fines de 1941 el diario londinense Daily Telegraph publicó una invitación destinada a los aficionados a los juegos. Debían presentarse en las oficinas del periódico, en la calle Fleed, para un singular concurso: resolver un difícil crucigrama en menos de 12 minutos. Si alguien lograba hacerlo, el misterioso filántropo donaría cien libras a una institución de caridad. Varios de los concursantes consiguieron la hazaña: días más tarde recibieron cartas en las que se los convocaba a integrarse al servicio secreto como criptoanalistas. Los elegidos comenzaron a trabajar en la unidad de desciframiento de Bletchley Park, en Buckinghamshire. Allí fue donde el brillante matemático Alan Turing y sus colaboradores lograron quebrar el código alemán, algo que tuvo una importancia decisiva en la victoria aliada. Bletchley Park es hoy un museo.
Hay una magnífica novela policial de Robert Harris "Enigma", ambientada en ese mundo de insomnio.