Recuerdo perfectamente el día que te trajeron a la puerta de mi aula. Vos, con la cabeza gacha...
Una gorda grasienta que decía ser tu tutora, despotricaba por tus fugas contínuas de las escuelas y de tu mala conducta. La Directora me miraba como implorándome que no escuchara su letanía y te aceptara.
Te tomé de la barbilla para obligarte a mirarme y relampagueantes ojos verdes no podían esconder el orgullo y el desafío de tu sangre araucana. Y así nos quedamos mirándonos, midiéndonos, desafiándonos...
¡ Y a mí me gustó esa mirada!
Te tomé del hombro y sin palabras te conduje al salón, sin escuchar a la gorda que hablabla de "últimas oportunidades".
Eras grande y parecías más grande entre esos chiquilines de tercer grado; pese al tono rubio tus pelos aindiados sobresalían entre las otras cabecitas, tus manos sangraban por lo paspadas que las tenías y te costaba tomar el lápiz...
Nuestra escuela había sido construída sobre la meseta de un cerro y por las tres ventanas de nuestro salón, entraba todo el sol de aquel otoño incipiente y la gloria del verde, el oro y el añil eran como un tesoro que sólo a nosotros nos pertenecía.
Entre tanta pobreza y dolor, a veces mi pensamiento escapaba a través de las ventanas y trepaba a los cerros jugando a las escondidas entre la maestra y la soñadora.
De a poco te fuiste acercando a mí; quizás fue aquella primera vez que los dos, por las ventanas nos sorprendimos escapándonos, soñando... Y como dos duendes vagabundos nos encontramos sumergidos en el lago...
Luego te atrajo el hecho concreto de saber que a veces, nos íbamos de verdad de la escuela, a juntar piedras, ramas, hojas; imaginando que alguna vez encontraríamos una chaquira junto a todos los tesoros araucanos; que llegábamos hasta el arroyo y nos sentábamos debajo de un pino a respirar la pureza del aire, a inventar y contar historias, a dejarnos marear de tanto viento y sol!
Un día, trasformado ya en mi sombra, me escuchaste decir a otra docente que estaba harta de la letra de nuestro himno provincial, ( que debíamos cantar todos los días al retirarnos de la escuela) porque cantar y hablar del sometimiento al mapuche me parecía un despropósito en ésa escuela precisamente. No podías creer que yo estuviera a favor de los indios. Y como un monaguillo comenzaste a repetir a quién te quisiera escuchar que el Gral. Roca había realizado casi un robo, ya que las tierras que él regaló a los expedicionarios del desierto eran tierras araucanas.
Así me contaste que tu abuelo era un cacique, que tu mamá te había dejado para irse con otros hijos que tenía en Chile, que tu papá se había ido hacía mucho tiempo atrás enredado en polleras no araucanas precisamente y que al morir tu abuelo, quedaste solo en el rancho con un montón de hermanitos.
Por mí supiste que te correspondía ser cacique si tu papá no volvía.
Que debías estar orgulloso de pertenecer a esa raza casi extinguida de tanto correrlos el blanco de lugar. Que tu casa era una ruca y te maravillaste de ese sonido que salía de mi boca porque esa palabra la habías escuchado sólo en labios de tu abuelito cuando en el verano venían otros caciques de parajes lejanos y hablablan en una lengua extraña.
La gorda grasienta no era tu tutora, era la dueña de la única panadería de ese barrio de indios en lo alto del cerro y a ella le convenía que fueras a una escuela cercana porque a las cinco de la mañana debías cargar el pan en la chatita y junto a su marido hacer el reparto.
De regreso, recibías un pan y unas monedas que transformabas en un pedazo de cordero y que rápidamente metías en una cacerola con agua y sal, que la más chiquitina de la casa había recibido la orden de mantener hirviendo desde temprano. Ese era el almuerzo para vos y tus hermanos, antes de salir corriendo para la escuela...
Casi nunca llegabas temprano a clase. A veces te ponías la ropa mojada que el calor del fuego no había alcanzado a secar durante toda la noche y sino se te mojaba en el camino a la escuela por la lluvia o la nieve.
Jamás olvidaré tu camisa amarilla secándose durante las horas de clase, ni tampoco su olor a grasa y a humo que despedía, pero eran tantas las ropas y medias que intentábamos secar que eso ya es un dulce recuerdo para mí.
De a poco, como digo, te fuiste transformando en fiel compañero, te esmerabas en llegar temprano y si no me encontrabas en la escuela echabas a correr cerro abajo hacia la calle por donde yo subía y si no me hallabas, salías disparado como liebre subiendo y subiendo los cerros pese a los llamados de mis compañeros y desaparecías!¿ Me castigabas?
Cansado de vagar por el cerro y de tanta rebeldía, volvías por la parte de atrás de la escuela, asegurándote mi presencia por las ventanas y tu sonrisa era un sol!
Tu ausencia me dolía porque cada día que faltabas era como perderte...
Un día, todo el barrio supo que yo te andaba buscando sin poder hallarte, la ruca vacía, tus hermanos acongojados en la escuela; la gorda que decía que eras malo, vagabundo. Algunos decían que te habías ido en un camión, por trabajo...
Volviste a los días, sucio, desgreñado, lastimado. Te habían estafado con el pago del trabajo y defendiste el sustento de tus hermanos a las piñas, como un hombre...
Volviste a la tarea diferente, (que hábilmente vos y yo escondíamos de los demás) al horror de intentar manejar el lápiz, a creer como te decía yo que eras un cacique inteligente.
Yo trataba de reconstruír tu historia, de adivinar qué blanco se metió en la tribu y sembró en los Calfuquir ojos claros y especialmente a vos esa mezcla te dio características de luchador, haciéndote cargo de tus pequeños hermanos.
Ya sobre la finalización de las clases, mi destino cambiando; destino de maestro trashumante, sin casa propia, lejos de tener yo mi propia ruca; clima adverso, cabañas diminutas alquiladas solo en época de baja temporada y cuando los turistas llegan, volver a cambiar de casa...
Pero esta vez el rumbo es más lejano, dejar el bosque, las montañas y partir hacia otros chicos, chicos de campo, de ese campo que vos solo por los libros conocías, de eucaliptus y de horneros...
Perder las raíces, deshacerme de los abrazos, cambiar las mutisias, el michay por croar de ranas y canto de cigarras.
Vos y yo nos paramos al borde del cerro, abajo el Ñireco, nuestro río corriendo fresco y cantarino. El aire frío nos picaba en la nariz y nos clavaba agujitas en la cara; sin mirarte te pregunté si querías venirte conmigo y mi familia.
Agachaste la cabeza como aquella vez. Te levanté la barbilla - también como aquella vez- y en tus ojos verdes no habían desafíos, solo dos lágrimas heladas, bellas y cristalinas.
Con esa mirada tan hermosa, abrazando el pinar, el humo de las chimeneas, las pobres casitas, el lago, TU tierra, me dijiste: ¿Y cómo se hace para vivir sin ésto?
No hubieron más palabras entre nosotros porque el abrazo profundo que nos dimos te hablaba también de mi dolor... Ambos éramos frutos de la tierra, vos hijo de indios y los abuelos estranjeros míos mezclándonos la sangre...
En las noches pesadas de verano, con el croar de las ranas te pienso lejos, muy lejos mío y desde esta ruca mía me pregunto que será de ese Adrián desafiante.
Con el pensamiento te mando un destello de luciérnagas (que vos no podías imaginar porque jamás las viste) y te imagino feliz entre los tuyos, aprendiendo a ser hombre, aunque estoy segura que fue todo un hombre el que se quedó.
Te imagino entre los cerros, en tu elemento, con las mejillas rojas por el frío buscando leña bajo la nieve...
Y te veo por la magia de las luciérnagas con tu camisa amarilla flameando al viento, hoteando el horizonte para saber de dónde vendrá la tormenta, fiel reflejo de tus ancestros.
Te imagino preparando esa agua con cordero, parodia de puchero, repartiendo el pan entre tus hermanos.
Quizás con los rudimentos de la escritura que te dejé intentando escribirme una carta pero ya no te espero Adrián duende, Adrián tierra, Adrián lago. Quizás ese Ser Superior junte - alguna vez- los ríos de nuestra vida.
Que El, que también es mapuche, te bendiga!

Viento Sur