Hay tantas predicciones y tantos delirios (Las conexiones ocultas, a una década de distancia), tantas inseguridades y tantos temblores que uno no pensaba registrar, con la renuncia de Benedicto XVI y con las profecías de Nostradamus y de San Malaquías referidas al tema (Profetas y profecías), que, una vez más, me puse a hurgar entre mis libros -aprovecho para pedir perdón; ya deben estar un poco cansados ustedes de mis búsquedas por una vieja biblioteca (La ciencia del perdón).
Encontré algo que no se refiere a las circunstancias actuales de elección de papa, pero sí a una elección de años anteriores, después de la muerte de Paulo VI (El Ecumenismo).
Y lo voy a contar como una historia misteriosa, que lo es (Secretos del Vaticano). Pero con bombos y platillos, a pesar de lo triste:
El papa de la sonrisa
Estaba en una celda aislada y silenciosa, en medio de la Congregación de Cardenales reunidos para elegir papa. Era el final del invierno de 1978; el Vaticano hervía de apuestas y murmullos.
Albino Luciani era uno de esos cardenales, aunque nada, ni remotamente, “papable”. Pero, ¿cómo había llegado hasta aquí?
Recorrió su vida, su nacimiento en las montañas cercanas a Venecia, la pobreza extremada en que había pasado su infancia, y, a pesar de eso, las lecturas que lo habían mimado y protegido gracias a su deseo de aprender, y las manos que le habían alcanzado esas lecturas: Verne, Twain, Chesterton, todo mezclado en traducciones no siempre legibles. Las manos de su primera maestra, por ejemplo.
Después, su ingreso al Seminario, cuando tenía tan pocos años y, quizás, estaba huyendo de la miseria, de los miedos a la vida, del miedo a sí mismo.

Dentro del relámpago que partió su memoria con estas imágenes, Luciani comprendió que nunca, nunca, había sido obsecuente con la Iglesia, ni tampoco demasiado obediente. Había vendido algunas reliquias sagradas en beneficio de los pobres de Venecia, tenía algunas cuestiones pendientes con la institución pero, además, dentro de la misma, tenía problemas con la izquierda y la derecha, y ni siquiera se sentía en el centro.
Había llegado a cardenal tal vez por eso mismo, por su rechazo de los cargos y funciones, por su deseo de ser pastor y no tener mucho que ver con la curia; por su fracaso en ser pastor y cierta mirada cariñosa que le dirigía la curia, debido a su fracaso en ser pastor -como en el cuento de la buena pipa.
Lo nombraron patriarca de Venecia antes de hacerlo cardenal, y rompió los absurdos protocolos que existían para asumir esa función: no llegó en la góndola de los patriarcas anteriores ni desembarcó en San Marcos; llegó furtivamente, como un ladrón.
Por eso la rancia aristocracia de Venecia le dio la espalda hasta el final. Él les hablaba en lenguaje coloquial y ellos le censuraban su discurso, por humilde. Decían que era catequesis elemental, aún cuando Albino había juntado ideas “en mil libros”, y los había escrito él mismo, de poesía, de historia, de teología, y se había doctorado en esta última.
Tenía poco apego a lo que en la Iglesia es casi la legalidad: los usos y costumbres. Al menos, en el aspecto exterior, en los pareceres… eso era casi la legalidad.
Por lo tanto no era, ahora, en absoluto, papable. Estaba en la última celda del Cónclave, cerca de un cardenal español que llenaba de humo los pasillos y su propia celda tan pulcra con los puros que le había regalado Fidel Castro.
No era en absoluto candidato, pero sabía que iba a ser papa, y temblaba de horror.
Las extrañas palabras de Sor Lucía
Revisó su viaje a Portugal, su encuentro con la Hermana Lucía, la pastorcita de Fátima que había sobrevivido, una mujer ignorante y “vivaracha”, la flor y nata del pueblo, llena de bondad.
De su boca salían de vez en cuando, entre cuentos de viejas y leyendas del lugar, confusas profecías que parecían cumplirse siempre, al menos las que se habían conseguido descifrar.
Albino y Sor Lucía terminaron su charla con una carcajada, pero cuando él se estaba yendo ella lo llamó y le dijo como en trance las siguientes palabras:
“La corona de Cristo y los días de Cristo”.
Él, Albino Luciani, había llegado asombrado a descifrar esas palabras.
Por eso temblaba y se estremecía en la celda. No sabía cómo iba a ser elegido, pero sería así.
Los “futuros” papas ocupaban las primeras celdas y discutían en susurros durante toda la noche.
El negativo revelado
Cuando sucedió realmente no le produjo la menor conmoción, porque ya lo sabía y lo esperaba.
Decidió ser fuerte e imponer sus ideas -lo que él creía lo mejor para la Iglesia, es claro- porque tenía poco tiempo: los días de Cristo, es decir los años de Cristo convertidos en días: 33.
Lo primero que hizo fue ordenar que se suspendiera la ceremonia de la coronación y que a cambio de ello se dijera una misa; lo segundo, visitar las tumbas de sus predecesores y detenerse especialmente frente a la del papa Marcelo, que había gobernado 22 días y había podido hacer muchas cosas.
Y desde el primer día hasta el día 33, escribió un diario donde desgranaba sus días como se pasan las cuentas de un rosario.
Cuando murió, el día 33 de su papado, había escrito una especie de novela policial donde constantemente “recordaba” su muerte.
Se hubiera podido investigar un poco a través de su diario “secreto” y a través de una autopsia para saber la causa clara de su muerte. Pero nada se hizo, y él había muerto solo en su habitación, aferrando los papeles que escribía, aquellos de su diario.
Su amigo Karol, el cardenal polaco obispo de Cracovia, que le había enseñado a caminar la noche de la mano de San Juan de la Cruz, el poeta místico, lo sucedió en el cargo.
El cardenal español le enseñó un verso del ateo Miguel Hernández que él supo aplicar a sus últimos días: “Llego con tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida”.
Envío
Nada de lo que escribí es fábula: conté lo que leí en El diario secreto de Juan Pablo I, publicado unos años después de su muerte en Planeta, cuyo compilador y prologuista es el escritor Ricardo de la Cierva.
¿Recuerdan al llamado “Papa de la sonrisa”? Es este Albino Luciani, que eligió como nombre religioso el de Juan Pablo I.
Vagamente recuerdo de otros días un libro referido a la muerte de este papa y llamado ¿Por voluntad de Dios?, pero de él no sé más que su título.
Mora Torres