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ALAS DE LIBERTAD
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30082011
ALAS DE LIBERTAD
Los dos aviones ultralivianos surcaron el cielo a tan sólo 250 metros de altitud, siguiendo el Muro de Berlín. A la izquierda estaba Occidente, de donde habían despega-do unos minutos antes, y a la derecha el Oriente, la zona de peligro en donde se disponían a entrar.
El piloto de la primera nave, Ingo Bethke, se sentía tan tenso como durante su propia fuga de la RDA, pero sonrió al no ver señales de actividad de los guardias fronterizos; además, estos no podían disparar sin permiso a los aviones. Para confundirlos aún más, las alas de las naves tenían diseño de camuflaje y llevaban pegadas grandes estrellas rojas al estilo soviético. Ingo y el otro piloto, su hermano Holger, usaban abrigos del Ejército y cascos con estrellas rojas.
Abajo, en espera de que aterrizaran, estaba el tercer hermano, Egbert, escondido entre los arbustos.
Los hermanos Bethke se criaron en el sudeste de Berlín. Eran chicos muy unidos, alegres y llenos de vida, y sus padres, ambos policías de alto rango, eran comunistas de línea dura.
Ingo, el mayor, tenía siete años de edad cuanto levantaron el Muro. Su sueño era ver el mundo, pero eso no sucedería jamás mientras estuviera atrapado en el Este. Hizo su servicio militar en un regimiento que vigilaba la frontera a lo largo de un tramo de 80 kilómetros del río Elba, al norte de Berlín. Llegó a conocer bien la zona, y se trazó un plan para escapar que mantuvo en estricto secreto.
En mayo de 1975, cuando ya tenía 21 años y un trabajo de barrendero, consiguió alquilar un auto por un fin de semana luego de haber esperado cuatro meses. Sin decirle a nadie su plan, se dirigió con un amigo a la zona fronteriza del Elba donde había patrullado. Allí no había muro, pero sí muchos peligros: primero, una ancha franja de arena cuidadosamente rastrillada; luego, una fuerte valla metálica rematada con alambre de púas y una cuerda de trampa que activaba los reflectores al ser tocada. Y más allá había una zona de minas. Lograron pasar. Agazapados en la orilla del río, inflaron una colchoneta y remaron 150 metros en silencio hasta llegar al otro lado.
Camino arriba, había una camioneta estacionada de la policía fronteriza de Alemania Occidental.
—Es una noche muy fría para nadar —le dijo el agente a Ingo cuando este golpeó la ventanilla.
—No cuando uno nada para salir del Este —repuso él sonriendo.
La fuga de Ingo desató mucha presión sobre su familia. Sus padres perdieron su trabajo, y su hermano menor, Holger, era vigilado todo el tiempo. En marzo de 1983, la noche en que este cumplió 30 años, decidió huir también. Tomó una última copa y se despidió sollozando de Egbert, la única persona que conocía su plan.
Durante varias semanas, Holger y un amigo habían practicado el tiro con arco a escondidas y hecho ensayos en el bosque. Holger había encontrado una calle cerca del parque Treptow donde la Franja de la Muerte era angosta, con casas altas en ambos lados. Subió sigilosamente a un desván con su arco y trepó al techo por un tragaluz.
Allí, disparó una flecha que voló unos 40 metros por encima del Muro y más allá de la casa opuesta. La flecha llevaba atada una cuerda de nailon, en cuya cola Holger había atado un cable largo. Del otro lado estaba su hermano Inge, quien tiró de la cuerda para alcanzar el cable. Holger ató su extremo del cable alrededor de la chimenea de la casa; Ingo amarró el suyo al paragolpes de su auto y movió este marcha atrás; algunos metros para tensar el cable. Entonces llegó el momento de extremo peligro.
Holger había fabricado un arnés con una polea de metal atornillada a un marco de madera provisto de dos agarraderas y una correa para atarse la muñeca. Colocó la polea sobre el cable, se asió de las agarraderas y se lanzó al vacío. Con un leve chirrido, se deslizó por encima del Muro hasta alcanzar un balcón de la casa opuesta. Ahora, dos de los hermanos se encontraban en el Oeste.
Ingo y Holger vivían en Colonia, donde abrieron un bar, y sólo pensaban en cómo ayudar a su otro hermano. La policía hostigaba a Egbert, e incluso llegó a ofrecerle un pasaje gratis a otro país, pero él lo rechazó porque sabía que era una trampa. “Me gusta la RDA y aquí me quedo”, replicó.
Cierto día Ingo vio una foto de un minihelicóptero en una revista, y fue a una feria en Hannover para verlo; sin embargo, era sólo un prototipo. Luego él y Holger conocieron por casualidad a dos pilotos franceses que les hablaron de los aviones ultralivianos. Los hermanos viajaron a Francia y volaron en uno de ellos. “Esta es la solución”, dijo Ingo. “Ahora podremos sacar a Egbert del Este”.
Las pequeñas naves carecían de protección para los tripulantes: eran sólo dos asientos juntos, unas ruedas diminutas y el motor de un cañón de nieve artificial. Se podían desarmar y transportar en un remolque.
En mayo de 1989, luego de cuatro años de preparativos, Ingo y Holger fueron hasta Berlín Occidental y allí le enviaron un mensaje en clave a Egbert: “Ulrike está bien”. Era la señal para que estuviera listo.
A la medianoche del 25 de mayo, Ingo y Holger armaron los aviones en una cancha del parque Britzer Mühle. Si uno de ellos fallaba, tratarían de despegar en el otro con los tres a bor-do; sin embargo, no estaban seguros de que fuera posible.
Ingo revisó los cables de control para asegurarse de que estuvieran bien afianzados. A las 4:15 de la mañana, Egbert se escondió entre los arbustos del parque Treptow.
Minutos después, los dos pilotos encendieron los motores y despegaron. Pronto divisaron el parque. Ingo perdió altura mientras Holger volaba en círculos más arriba, listo para aterrizar si surgían problemas; luego bajó un poco y mantuvo la altitud.
—Bien, aterriza ahora —le dijo Holger a Ingo por radiotransmisor.
Egbert salió de su escondite, corrió hacia el avión mientras este tocaba el suelo y de un salto subió al asiento vacío. Hacía 14 años que los hermanos no se veían, pero no había tiempo para charlar. Ingo le dio a Egbert un casco y aceleró el motor.
Con una persona más a bordo, el avión aumentó de velocidad lentamente. Alzó el vuelo y apenas libró los árboles. Ingo dobló de nuevo hacia el Muro, y lo siguió con rumbo al nor-te. Cinco minutos después, divisó la silueta del Reichstag más adelante, en el lado oeste de la ciudad.
El extenso prado situado enfrente de él se convirtió en su pista. Los dos aviones se detuvieron dando tumbos, y los tres hermanos bajaron de un salto dando gritos de alegría.
Varios amigos que los esperaban los llevaron a un bar a tomar una cerveza. “Fue el mejor trago que he bebido en mi vida”, dice Egbert. “Pensé que ja-más volvería a ver a mis hermanos, pero bajaron del cielo como ángeles y me llevaron al paraíso”.
El piloto de la primera nave, Ingo Bethke, se sentía tan tenso como durante su propia fuga de la RDA, pero sonrió al no ver señales de actividad de los guardias fronterizos; además, estos no podían disparar sin permiso a los aviones. Para confundirlos aún más, las alas de las naves tenían diseño de camuflaje y llevaban pegadas grandes estrellas rojas al estilo soviético. Ingo y el otro piloto, su hermano Holger, usaban abrigos del Ejército y cascos con estrellas rojas.
Abajo, en espera de que aterrizaran, estaba el tercer hermano, Egbert, escondido entre los arbustos.
Los hermanos Bethke se criaron en el sudeste de Berlín. Eran chicos muy unidos, alegres y llenos de vida, y sus padres, ambos policías de alto rango, eran comunistas de línea dura.
Ingo, el mayor, tenía siete años de edad cuanto levantaron el Muro. Su sueño era ver el mundo, pero eso no sucedería jamás mientras estuviera atrapado en el Este. Hizo su servicio militar en un regimiento que vigilaba la frontera a lo largo de un tramo de 80 kilómetros del río Elba, al norte de Berlín. Llegó a conocer bien la zona, y se trazó un plan para escapar que mantuvo en estricto secreto.
En mayo de 1975, cuando ya tenía 21 años y un trabajo de barrendero, consiguió alquilar un auto por un fin de semana luego de haber esperado cuatro meses. Sin decirle a nadie su plan, se dirigió con un amigo a la zona fronteriza del Elba donde había patrullado. Allí no había muro, pero sí muchos peligros: primero, una ancha franja de arena cuidadosamente rastrillada; luego, una fuerte valla metálica rematada con alambre de púas y una cuerda de trampa que activaba los reflectores al ser tocada. Y más allá había una zona de minas. Lograron pasar. Agazapados en la orilla del río, inflaron una colchoneta y remaron 150 metros en silencio hasta llegar al otro lado.
Camino arriba, había una camioneta estacionada de la policía fronteriza de Alemania Occidental.
—Es una noche muy fría para nadar —le dijo el agente a Ingo cuando este golpeó la ventanilla.
—No cuando uno nada para salir del Este —repuso él sonriendo.
La fuga de Ingo desató mucha presión sobre su familia. Sus padres perdieron su trabajo, y su hermano menor, Holger, era vigilado todo el tiempo. En marzo de 1983, la noche en que este cumplió 30 años, decidió huir también. Tomó una última copa y se despidió sollozando de Egbert, la única persona que conocía su plan.
Durante varias semanas, Holger y un amigo habían practicado el tiro con arco a escondidas y hecho ensayos en el bosque. Holger había encontrado una calle cerca del parque Treptow donde la Franja de la Muerte era angosta, con casas altas en ambos lados. Subió sigilosamente a un desván con su arco y trepó al techo por un tragaluz.
Allí, disparó una flecha que voló unos 40 metros por encima del Muro y más allá de la casa opuesta. La flecha llevaba atada una cuerda de nailon, en cuya cola Holger había atado un cable largo. Del otro lado estaba su hermano Inge, quien tiró de la cuerda para alcanzar el cable. Holger ató su extremo del cable alrededor de la chimenea de la casa; Ingo amarró el suyo al paragolpes de su auto y movió este marcha atrás; algunos metros para tensar el cable. Entonces llegó el momento de extremo peligro.
Holger había fabricado un arnés con una polea de metal atornillada a un marco de madera provisto de dos agarraderas y una correa para atarse la muñeca. Colocó la polea sobre el cable, se asió de las agarraderas y se lanzó al vacío. Con un leve chirrido, se deslizó por encima del Muro hasta alcanzar un balcón de la casa opuesta. Ahora, dos de los hermanos se encontraban en el Oeste.
Ingo y Holger vivían en Colonia, donde abrieron un bar, y sólo pensaban en cómo ayudar a su otro hermano. La policía hostigaba a Egbert, e incluso llegó a ofrecerle un pasaje gratis a otro país, pero él lo rechazó porque sabía que era una trampa. “Me gusta la RDA y aquí me quedo”, replicó.
Cierto día Ingo vio una foto de un minihelicóptero en una revista, y fue a una feria en Hannover para verlo; sin embargo, era sólo un prototipo. Luego él y Holger conocieron por casualidad a dos pilotos franceses que les hablaron de los aviones ultralivianos. Los hermanos viajaron a Francia y volaron en uno de ellos. “Esta es la solución”, dijo Ingo. “Ahora podremos sacar a Egbert del Este”.
Las pequeñas naves carecían de protección para los tripulantes: eran sólo dos asientos juntos, unas ruedas diminutas y el motor de un cañón de nieve artificial. Se podían desarmar y transportar en un remolque.
En mayo de 1989, luego de cuatro años de preparativos, Ingo y Holger fueron hasta Berlín Occidental y allí le enviaron un mensaje en clave a Egbert: “Ulrike está bien”. Era la señal para que estuviera listo.
A la medianoche del 25 de mayo, Ingo y Holger armaron los aviones en una cancha del parque Britzer Mühle. Si uno de ellos fallaba, tratarían de despegar en el otro con los tres a bor-do; sin embargo, no estaban seguros de que fuera posible.
Ingo revisó los cables de control para asegurarse de que estuvieran bien afianzados. A las 4:15 de la mañana, Egbert se escondió entre los arbustos del parque Treptow.
Minutos después, los dos pilotos encendieron los motores y despegaron. Pronto divisaron el parque. Ingo perdió altura mientras Holger volaba en círculos más arriba, listo para aterrizar si surgían problemas; luego bajó un poco y mantuvo la altitud.
—Bien, aterriza ahora —le dijo Holger a Ingo por radiotransmisor.
Egbert salió de su escondite, corrió hacia el avión mientras este tocaba el suelo y de un salto subió al asiento vacío. Hacía 14 años que los hermanos no se veían, pero no había tiempo para charlar. Ingo le dio a Egbert un casco y aceleró el motor.
Con una persona más a bordo, el avión aumentó de velocidad lentamente. Alzó el vuelo y apenas libró los árboles. Ingo dobló de nuevo hacia el Muro, y lo siguió con rumbo al nor-te. Cinco minutos después, divisó la silueta del Reichstag más adelante, en el lado oeste de la ciudad.
El extenso prado situado enfrente de él se convirtió en su pista. Los dos aviones se detuvieron dando tumbos, y los tres hermanos bajaron de un salto dando gritos de alegría.
Varios amigos que los esperaban los llevaron a un bar a tomar una cerveza. “Fue el mejor trago que he bebido en mi vida”, dice Egbert. “Pensé que ja-más volvería a ver a mis hermanos, pero bajaron del cielo como ángeles y me llevaron al paraíso”.
Gatofidio- Moderadores
- Mensajes : 1711
Fecha de inscripción : 07/04/2011
Edad : 71
ALAS DE LIBERTAD :: Comentarios
Hermosa historia Silu!
Emocionante, sin duda alguna...
Por suerte, el nefasto Muro no existe más pero se me ocurre pensar en cuántas historias, algunas sin el final feliz como éste, andarán circulando por ahí, cuando el Muro dividía a los alemanes haciendo dos ciudades diametralmente opuestas.
Gracias por compartirla.
Emocionante, sin duda alguna...
Por suerte, el nefasto Muro no existe más pero se me ocurre pensar en cuántas historias, algunas sin el final feliz como éste, andarán circulando por ahí, cuando el Muro dividía a los alemanes haciendo dos ciudades diametralmente opuestas.
Gracias por compartirla.
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