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VERDADES Y MENTIRAS DE NUESTRA HISTORIA
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25052012
VERDADES Y MENTIRAS DE NUESTRA HISTORIA
Abro esta secciòn, que me parece faltaba en N.E...
Me pareciò interesante, en este dìa, dejarles la reseña de este libro, que habla sobre algunas de las verdades y mentiras de nuestra historia, basada en descubrimientos recientes.
El libro se llama "SIN ESPEJISMOS" y es de Ema Cibotti.
Serà cuestiòn de leerlo...
"En estas páginas, los hombres y mujeres que construyeron nuestro país desde los momentos previos a la Revolución de Mayo hasta la actualidad cobran una nueva imagen al disolverse los espejismos creados por las versiones más tradicionales y difundidas de la historia.
Secretas y sorprendentes anécdotas de personajes conocidos y de otros apenas sospechados, inmersos en sutiles y prolongadas controversias silenciadas por el paso del tiempo, van hilvanando una lectura que subvierte las visiones habituales del pasado para repensar temas y problemas que, a pesar de diversos intentos por aclararlos, todavía no encuentran solución.
Ema Cibotti, especialista dedicada a la divulgación de la Historia, no cede ante la interpretación generalizada, la conclusión establecida o la opinión superficial.
Desde una perspectiva histórica que incluye el aporte de los enfoques más recientes, una exhaustiva investigación, un uso inteligente de la documentación y una prosa clara y a la vez sugerente, la autora invita a sus lectores a recorrer los momentos clave de la historia argentina con la firme convicción de que sólo el conocimiento profundo de los hechos pasados nos permitirá continuar pensando el presente y edificando el porvenir".
La bandera que Belgrano nos legó
La creación de la Bandera Argentina fue un acto de desobediencia. Involuntaria, es cierto, pero ese gesto audaz y resolutivo de Manuel Belgrano supo impulsar el proyecto de la Independencia.
A comienzos de febrero de 1812, el intelectual devenido general se hallaba defendiendo las costas de Rosario contra probables ataques de los realistas montevideanos. Desde allí, le reclamaba imperiosamente al Triunvirato la creación de la Escarapela Nacional para que en el campo de batalla los regimientos no se confundieran con los colores del enemigo ni usaran, para evitarlo, otros distintivos que pudieran indicar una señal de división. En rigor, Belgrano exigía una definición política sobre el curso de los acontecimientos.
El 27 de febrero, comunicó al gobierno que había mandado enarbolar bandera, pues “las Banderas de nuestros enemigos son señales exteriores que para nada nos han servido, y con que parece que aún no hemos roto las cadenas de la esclavitud”. La escena descrita era solemne y no dejaba lugar a duda sobre el profundo significado que para él tenía. Usó un lenguaje sencillo y épico a la vez, ya que el hecho arrastraba consecuencias... pero no las midió con la misma vara que los hombres del Triunvirato, obligados a gobernar en el día a día, por cierto cada vez más difícil.
En efecto, la fortaleza de la propia Revolución dependía, y mucho, de la diplomacia inglesa, aliada necesaria para sostener la lucha armada, pero ésta se mostraba cada vez menos comprometida con el apoyo inicial que le había dado a la causa americana. Pese a todo, Belgrano miró por encima de la coyuntura y proclamó: “En este momento que son las 6 y ? de la tarde que se ha hecho salva en la Batería de la Independencia ... he dispuesto para entusiasmar las tropas, y estos habitantes, que se formen todas aquellas. ... Siendo preciso enarbolar Bandera y no teniéndola la mandé hacer blanca y celeste conforme los colores de la Escarapela nacional...”. La carta aludía al decreto del Triunvirato del 18 de febrero de 1812 que creó la Escarapela, decisión que, dicho sea de paso, no se acompañó de una explicación que fijara el origen de los colores elegidos.
El acto de Belgrano no era vano. Él advertía que los enemigos tenían rostro conocido. La enseña patria debía preservar, pues, a su tropa, de cualquier flaqueza. ¿Acaso del otro lado no había jefes realistas como Pío Tristán y José Manuel Goyeneche, que ocupaban el Alto Perú y eran tan americanos como las tropas que conducían? Belgrano, que temía las deserciones tanto como la falta de dinero para organizar el Ejército, utilizó con estos comandantes todos los argumentos epistolares a su alcance para frenar el curso sangriento que iba tomando la guerra civil, y obviamente fracasó.
Apenas un mes después de aquellas requisitorias, ya en Jujuy, reunió a sus soldados en la plaza, frente al Cabildo, e hizo bendecir la Bandera el día 25 de mayo. Al comunicar el hecho al Triunvirato, formado por Feliciano Chiclana, Manuel de Sarratea y Juan José Paso, recibió inmediata reprimenda y se le exigió la reparación de “tamaño desorden” (sic). La carta le llegó con la copia de otra de igual tenor enviada antes a Rosario, pero que él no había recibido.
El prócer prometió cumplir con la orden de deshacerse de la bandera, pero aclaró: “si acaso me preguntaren por ella, responderé que se reserva para el día de una gran victoria por el Ejército”, y no sin ironía agregó: “Y como éste está lejos, todos la habrán olvidado y se contentarán con lo que se les presente”.
Pero su carta no terminó ahí. Explicaba que, cuando llegó a Jujuy, observó a los pueblos fríos, distantes, casi enemigos; necesitaba entusiasmarlos y, entonces, dispuso la Bandera para “acalorarlos” (sic). Concluía preguntando si acaso podrían los indios aceptar que se proclamara la libertad con las mismas insignias con las que los habían tiranizado.
Como sabemos, Belgrano desoyó por tercera vez las órdenes del Triunvirato cuando decidió presentar batalla en lugar de replegarse hasta Córdoba. La victoria de Tucumán, el 24 de septiembre de 1812, fruto de esa medida, fue fundamental para el curso de la Revolución, ya que movilizó las ansias de independencia, hasta ese momento demoradas por la hostilidad cada vez mayor de las potencias europeas.
El 5 de octubre llegó a Buenos Aires la noticia de la victoria, y en el mismo fuerte se izó un gallardete con los colores celeste y blanco por encima de la bandera española, amarilla y roja, que todavía flameaba. La victoria de Salta, el 20 de febrero de 1813, reafirmó estas aspiraciones, ya entonces claramente enunciadas en la Asamblea del Año xiii.
La nueva situación destempló a los realistas como Gaspar Vigodet, el gobernador sitiado en la ciudad de Montevideo, quien escribió presuroso al ministro de Estado español para que exigiera del gabinete inglés una declaración expresa sobre sus relaciones con los rebeldes del Río de la Plata, puesto que “se han quitado de una vez la máscara con que cubrieron su bastardía desde el principio de la insurrección”8. Vigodet nunca se había engañado con el acto de la jura de fidelidad al destronado rey español hecha por los miembros de la Junta de Mayo, y exigía de la diplomacia inglesa que cancelase cualquier contacto con ellos.
Lo que siguió no fue lo esperado. En 1814, en todas partes, se sucedieron las derrotas de las armas patriotas. La Revolución americana parecía vencida. Desde Buenos Aires, los jefes pensaron contrarrestar la segura venganza de Fernando VII buscando apoyo británico, ya que, debido a las contramarchas en las revoluciones en toda la América hispana, sólo quedaba en pie el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Pero entonces, los colores de la Revolución hicieron escuela. Cintas, gallardetes, escarapelas y banderas celestes y blancas fueron profusamente utilizados para celebrar la patria nueva en cuanta ocasión se presentara. Había banderas bicolores de dos franjas verticales; otras, de tres franjas horizontales celestes y blanca, todo dependía de la cantidad de tela del color del cielo que podía conseguirse, como afanosamente descubrieron las damas mendocinas, que supieron reemplazar la seda azul por simple sarga celeste, como le gustaba a San Martín.
¿Qué queda hoy de la tradición celeste y blanca de la Revolución de Mayo? O, mejor dicho, ¿qué queda del amplio espíritu que impulsó la emancipación? Un repaso rápido indica que se ha perdido hasta el recuerdo del tono plural que la animó.
En efecto, ya a mediados del siglo xix, se afirmó una visión laica de la vida en la que todos los próceres abrevaron. En aquella fuente surgente se conjugaron, de diverso modo, las ideas liberales, el socialismo utópico, la masonería y también la fe cristiana, pero practicada por fuera de la estructura eclesiástica. En ese clima de ideas antidogmático, ¿qué mejor que sostener que Belgrano se había inspirado en los colores del cielo para crear la bandera? ¿Acaso el héroe había manifestado lo contrario?
En rigor, pese a ser un hombre religioso, no había dejado nada escrito acerca de los motivos de su inspiración que, por cierto, no tenía origen definido.Y, aun cuando celeste y blanco eran tanto los colores de la Orden de Carlos III como los del manto de la Virgen, a nadie interesaba bucear en el posible arraigo colonial o religioso de la enseña. “El pasado no tenía defensores, las divisiones llegaron después”, definió muy bien esta situación el mismísimo Alberdi.
El dogmatismo del siglo xx humilló ese legado, y la liturgia cívica y laica se desvaneció. Belgrano perdió su fisonomía de intelectual y San Martín, sus atributos humanistas bajo una perspectiva oficial, autoritaria y sectaria, que persiguió incluso a la masonería, práctica tan común como extendida un siglo atrás. Recién a partir de 1983, de manera continua, nuestra sociedad ha comenzado a recuperar lentamente el sentido cívico de nuestros emblemas, aunque aún no hemos logrado imaginar una simbolización histórica real para vivir en paz bajo la misma bandera.
Me pareciò interesante, en este dìa, dejarles la reseña de este libro, que habla sobre algunas de las verdades y mentiras de nuestra historia, basada en descubrimientos recientes.
El libro se llama "SIN ESPEJISMOS" y es de Ema Cibotti.
Serà cuestiòn de leerlo...
"En estas páginas, los hombres y mujeres que construyeron nuestro país desde los momentos previos a la Revolución de Mayo hasta la actualidad cobran una nueva imagen al disolverse los espejismos creados por las versiones más tradicionales y difundidas de la historia.
Secretas y sorprendentes anécdotas de personajes conocidos y de otros apenas sospechados, inmersos en sutiles y prolongadas controversias silenciadas por el paso del tiempo, van hilvanando una lectura que subvierte las visiones habituales del pasado para repensar temas y problemas que, a pesar de diversos intentos por aclararlos, todavía no encuentran solución.
Ema Cibotti, especialista dedicada a la divulgación de la Historia, no cede ante la interpretación generalizada, la conclusión establecida o la opinión superficial.
Desde una perspectiva histórica que incluye el aporte de los enfoques más recientes, una exhaustiva investigación, un uso inteligente de la documentación y una prosa clara y a la vez sugerente, la autora invita a sus lectores a recorrer los momentos clave de la historia argentina con la firme convicción de que sólo el conocimiento profundo de los hechos pasados nos permitirá continuar pensando el presente y edificando el porvenir".
La bandera que Belgrano nos legó
La creación de la Bandera Argentina fue un acto de desobediencia. Involuntaria, es cierto, pero ese gesto audaz y resolutivo de Manuel Belgrano supo impulsar el proyecto de la Independencia.
A comienzos de febrero de 1812, el intelectual devenido general se hallaba defendiendo las costas de Rosario contra probables ataques de los realistas montevideanos. Desde allí, le reclamaba imperiosamente al Triunvirato la creación de la Escarapela Nacional para que en el campo de batalla los regimientos no se confundieran con los colores del enemigo ni usaran, para evitarlo, otros distintivos que pudieran indicar una señal de división. En rigor, Belgrano exigía una definición política sobre el curso de los acontecimientos.
El 27 de febrero, comunicó al gobierno que había mandado enarbolar bandera, pues “las Banderas de nuestros enemigos son señales exteriores que para nada nos han servido, y con que parece que aún no hemos roto las cadenas de la esclavitud”. La escena descrita era solemne y no dejaba lugar a duda sobre el profundo significado que para él tenía. Usó un lenguaje sencillo y épico a la vez, ya que el hecho arrastraba consecuencias... pero no las midió con la misma vara que los hombres del Triunvirato, obligados a gobernar en el día a día, por cierto cada vez más difícil.
En efecto, la fortaleza de la propia Revolución dependía, y mucho, de la diplomacia inglesa, aliada necesaria para sostener la lucha armada, pero ésta se mostraba cada vez menos comprometida con el apoyo inicial que le había dado a la causa americana. Pese a todo, Belgrano miró por encima de la coyuntura y proclamó: “En este momento que son las 6 y ? de la tarde que se ha hecho salva en la Batería de la Independencia ... he dispuesto para entusiasmar las tropas, y estos habitantes, que se formen todas aquellas. ... Siendo preciso enarbolar Bandera y no teniéndola la mandé hacer blanca y celeste conforme los colores de la Escarapela nacional...”. La carta aludía al decreto del Triunvirato del 18 de febrero de 1812 que creó la Escarapela, decisión que, dicho sea de paso, no se acompañó de una explicación que fijara el origen de los colores elegidos.
El acto de Belgrano no era vano. Él advertía que los enemigos tenían rostro conocido. La enseña patria debía preservar, pues, a su tropa, de cualquier flaqueza. ¿Acaso del otro lado no había jefes realistas como Pío Tristán y José Manuel Goyeneche, que ocupaban el Alto Perú y eran tan americanos como las tropas que conducían? Belgrano, que temía las deserciones tanto como la falta de dinero para organizar el Ejército, utilizó con estos comandantes todos los argumentos epistolares a su alcance para frenar el curso sangriento que iba tomando la guerra civil, y obviamente fracasó.
Apenas un mes después de aquellas requisitorias, ya en Jujuy, reunió a sus soldados en la plaza, frente al Cabildo, e hizo bendecir la Bandera el día 25 de mayo. Al comunicar el hecho al Triunvirato, formado por Feliciano Chiclana, Manuel de Sarratea y Juan José Paso, recibió inmediata reprimenda y se le exigió la reparación de “tamaño desorden” (sic). La carta le llegó con la copia de otra de igual tenor enviada antes a Rosario, pero que él no había recibido.
El prócer prometió cumplir con la orden de deshacerse de la bandera, pero aclaró: “si acaso me preguntaren por ella, responderé que se reserva para el día de una gran victoria por el Ejército”, y no sin ironía agregó: “Y como éste está lejos, todos la habrán olvidado y se contentarán con lo que se les presente”.
Pero su carta no terminó ahí. Explicaba que, cuando llegó a Jujuy, observó a los pueblos fríos, distantes, casi enemigos; necesitaba entusiasmarlos y, entonces, dispuso la Bandera para “acalorarlos” (sic). Concluía preguntando si acaso podrían los indios aceptar que se proclamara la libertad con las mismas insignias con las que los habían tiranizado.
Como sabemos, Belgrano desoyó por tercera vez las órdenes del Triunvirato cuando decidió presentar batalla en lugar de replegarse hasta Córdoba. La victoria de Tucumán, el 24 de septiembre de 1812, fruto de esa medida, fue fundamental para el curso de la Revolución, ya que movilizó las ansias de independencia, hasta ese momento demoradas por la hostilidad cada vez mayor de las potencias europeas.
El 5 de octubre llegó a Buenos Aires la noticia de la victoria, y en el mismo fuerte se izó un gallardete con los colores celeste y blanco por encima de la bandera española, amarilla y roja, que todavía flameaba. La victoria de Salta, el 20 de febrero de 1813, reafirmó estas aspiraciones, ya entonces claramente enunciadas en la Asamblea del Año xiii.
La nueva situación destempló a los realistas como Gaspar Vigodet, el gobernador sitiado en la ciudad de Montevideo, quien escribió presuroso al ministro de Estado español para que exigiera del gabinete inglés una declaración expresa sobre sus relaciones con los rebeldes del Río de la Plata, puesto que “se han quitado de una vez la máscara con que cubrieron su bastardía desde el principio de la insurrección”8. Vigodet nunca se había engañado con el acto de la jura de fidelidad al destronado rey español hecha por los miembros de la Junta de Mayo, y exigía de la diplomacia inglesa que cancelase cualquier contacto con ellos.
Lo que siguió no fue lo esperado. En 1814, en todas partes, se sucedieron las derrotas de las armas patriotas. La Revolución americana parecía vencida. Desde Buenos Aires, los jefes pensaron contrarrestar la segura venganza de Fernando VII buscando apoyo británico, ya que, debido a las contramarchas en las revoluciones en toda la América hispana, sólo quedaba en pie el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Pero entonces, los colores de la Revolución hicieron escuela. Cintas, gallardetes, escarapelas y banderas celestes y blancas fueron profusamente utilizados para celebrar la patria nueva en cuanta ocasión se presentara. Había banderas bicolores de dos franjas verticales; otras, de tres franjas horizontales celestes y blanca, todo dependía de la cantidad de tela del color del cielo que podía conseguirse, como afanosamente descubrieron las damas mendocinas, que supieron reemplazar la seda azul por simple sarga celeste, como le gustaba a San Martín.
¿Qué queda hoy de la tradición celeste y blanca de la Revolución de Mayo? O, mejor dicho, ¿qué queda del amplio espíritu que impulsó la emancipación? Un repaso rápido indica que se ha perdido hasta el recuerdo del tono plural que la animó.
En efecto, ya a mediados del siglo xix, se afirmó una visión laica de la vida en la que todos los próceres abrevaron. En aquella fuente surgente se conjugaron, de diverso modo, las ideas liberales, el socialismo utópico, la masonería y también la fe cristiana, pero practicada por fuera de la estructura eclesiástica. En ese clima de ideas antidogmático, ¿qué mejor que sostener que Belgrano se había inspirado en los colores del cielo para crear la bandera? ¿Acaso el héroe había manifestado lo contrario?
En rigor, pese a ser un hombre religioso, no había dejado nada escrito acerca de los motivos de su inspiración que, por cierto, no tenía origen definido.Y, aun cuando celeste y blanco eran tanto los colores de la Orden de Carlos III como los del manto de la Virgen, a nadie interesaba bucear en el posible arraigo colonial o religioso de la enseña. “El pasado no tenía defensores, las divisiones llegaron después”, definió muy bien esta situación el mismísimo Alberdi.
El dogmatismo del siglo xx humilló ese legado, y la liturgia cívica y laica se desvaneció. Belgrano perdió su fisonomía de intelectual y San Martín, sus atributos humanistas bajo una perspectiva oficial, autoritaria y sectaria, que persiguió incluso a la masonería, práctica tan común como extendida un siglo atrás. Recién a partir de 1983, de manera continua, nuestra sociedad ha comenzado a recuperar lentamente el sentido cívico de nuestros emblemas, aunque aún no hemos logrado imaginar una simbolización histórica real para vivir en paz bajo la misma bandera.
VERDADES Y MENTIRAS DE NUESTRA HISTORIA :: Comentarios
En el proceso de civilidad de una nación, siempre hay un grupo dominante y otro mayoritario pero sin lugar, que tiene que ser seducido de alguna manera. Esto fue asi tanto en Europa como en América, donde las clases dominantes circunscriptas a tiempo y espacio, adaptaron a su provecho lo acontecido años antes para que sirviera de aureolo sobre su presente. Esto no es nada nuevo, los egipcios tenian la costumbre de adjudicarse obras de sus antecesores.
Porque los habitantes del Rio de la Plata, iban a ser algo distinto, es impensable, por lo tanto los gobiernos posteriores fueron adaptando a su realidad cotidiano el pasado para que su presente se convierta en un destino manifiesto.
Porque los habitantes del Rio de la Plata, iban a ser algo distinto, es impensable, por lo tanto los gobiernos posteriores fueron adaptando a su realidad cotidiano el pasado para que su presente se convierta en un destino manifiesto.
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